31 July 2007

¿Veintitrés?

El pasado fin de semana, acudo a mi segunda boda en apenas medio año. Esta vez, no se trata de la boda de un amigo, con lo que puedo percatarme del gran absurdo que supone este día para la vida de muchas personas.

En una boda convencional, ocurre lo siguiente:

A los novios les daría absolutamente igual si tres cuartas partes de los invitados no acudieran a la celebración. Pero los invitan. Y les pagan una pedazo de cena, vaya.

A las tres cuartas partes de los invitados no les apetece lo más mínimo acudir a la celebración porque tienen muchísimas cosas mejores que hacer. Pero van. Y hacen un pedazo de regalo, además.

¿Raro? No.

Estamos a finales de julio, y hace aproximadamente dos meses que no me pongo pantalón largo. Son las cinco de la tarde, y el calor es sofocante. No solo me veo obligado a vestir un pantalón que pica hasta niveles inexplicables, sino que además debo llevar camisa de manga larga y chaqueta. ¡En julio! ¡A las cinco de la tarde! ¡Es de lo más estúpido!

Antes de la ceremonia hay una especie de cocktail en casa del novio. Papas, cocas de tomate y coca-colas.Esta casa está llena de abuelas. Todas estas abuelas me resultan muy familiares, y además son muy parecidas entre sí. Todas estas abuelas hacen cola para besarme.

Besar abuelas es una de las cosas que menos mola en el mundo, a no ser que sea tu propia abuela. Creo que besar a abuelas que no sean mi abuela me gusta menos que besar a un gato. Tampoco lo tengo muy claro esto último, era solo por comparar.

Una de estas abuelas exclama mientras me suelta dos húmedos besazos:

¡Cuántos años hace que no nos vemos!

¿Veintitrés? Tengo ganas de responderle yo.

Me alegro de verte, declara la siguiente de la fila.

¿Cómo me llamo?, desearía preguntarle yo.

Un par de horas antes de la ceremonia, el único resquicio por el que asomaba la diversión aquella tarde-noche es definitivamente sepultado ante la siguiente sentencia paternal:

A la vuelta, llevas tú el coche. Maldición.

Minutos antes del banquete, observo la lista donde vienen detallados mis compañeros de mesa. No conozco a nadie excepto a mi hermana, of course. Con una sonrisa en la cara, mi padre comenta que es posible que yo sea la persona de más edad de la mesa.

Durante bastantes minutos, me imaginé a mí mismo humillado, avergonzado, sentado en la mesa de los niños, con traje y corbata, devorando chuletas con patatas con mucho ketchup, comentando las últimas andanzas de Pikachu and Company, intentando acabar con mi vida con la ayuda de un cuchillo de punta redondeada. La muerte más doloroso-vergonzosa de la Historia, publicarían al día siguiente los periódicos locales.

Por fortuna, me toca en la típica mesa de jóvenes-que-no-se-conocen-de-nada. La conversación no alcanza cotas de alto nivel, pero es relativamente agradable, especialmente en los momentos en que se levanta de la mesa el pesado del hermano de la novia.

La noche acaba tarde, pero sobrevivo. Conduzco a casa mientras mis padres duermen en los asientos de atrás. Por lo menos, alguien lo ha pasado bien.

30 July 2007

Me están timando

Este verano, al igual que en los anteriores, y para sacarme unas pelillas fáciles, estoy dando clases particulares.

Una de mis alumnas tiene quince años y le ayudo con inglés, valenciano y química. Las clases las damos en la terraza de su casa, que por cierto, es un auténtico desastre de suciedad y trastos viejos. No entraré a dar detalles porque no estoy aquí para sacar a relucir los trapos sucios de la gente. http://politonodragostea.blogspot.com/2007/05/pasado-oscuro.html

En la terraza hay una pequeña mesa circular en la que cabemos los dos a duras penas. Las manchas de líquidos pegajosos sobre el mármol de esta mesa suelen ser habituales.

Los primeros días, la madre de la chica deambulaba por la terraza mientras yo le explicaba a su hija los entresijos del Present Perfect. Su indumentaria dejaba bastante claro que no le importaba lo más mínimo que hubiera una persona totalmente ajena a la familia en la terraza de su casa enseñándole inglés a su hija.

Pocos días después, durante una interesante lección de valenciano, la señora apareció con una taza de café con leche en la mano y preguntó:

¿Os importa que me siente con vosotros?

¿Qué se supone que debía yo responder a esta pregunta?

a) ¡No, váyase a su habitación! ¡Y limpie un poco, por Dios!

b) Mejor quédese de pie.

c) Si me das un besito, sí.

Ninguna de estas respuestas me convencía así que finalmente me decanté por un diplomático:

d) Claro.

Joder, qué presión. Es complicado fingir que entiendes para qué sirve el subjuntivo mientras la mujer que te paga está mirándote fijamente.

Al día siguiente, la mujer no se conformó con sentarse con nosotros, que por supuesto lo hizo sin preguntar. Esta vez, y con un cigarrito en la mano, ¡se permitió el lujo incluso de preguntarme dudas!

Me encontraba yo intentando hacerle comprender a su hija los misterios que encierra la física atómica cuando, tras levantar educadamente la mano, me dice:

¿Puedo hacer una pregunta?

De nuevo, múltiples respuestas acudieron a mi cabeza en décimas de segundo, aunque solo acerté a responder un tímido:

Mmmm...sí.

Tras responder como pude a la interesante pregunta planteada por mi segunda alumna favorita, regreso a casa mientras reflexiono:

¿Me están timando? ¿Deberia cobrarles el doble? Al fin y al cabo, la madre está aprendiendo gratis. ¡La muy estafadora!

¿Qué será lo próximo? ¿Se sentará también la abuela? ¿Las vecinas?

15 July 2007

Cortado

Mi relación con el universo de las peluquerías se complica por momentos.

http://politonodragostea.blogspot.com/2007/03/juguete.html

Todavía no me he recuperado de la traumática experiencia vivida en el mes de Marzo, y ahora me encuentro con lo siguiente:

La peluquería elegida para mi nuevo cambio de look es, con diferencia, la más fashion de todas las que he visitado. Para entrar, puerta automática que yo, totalmente inexperto en estos ambientes tan selectos, intento abrir empujando: primer resbalón.

El local está abarrotado de gente guapa. No son peluqueros, ni clientes. Solamente están allí porque son guapos. Caminan de un lado para otro, vestidos como para un sábado noche, sonriendo a todo el mundo, abrumándonos con su perfección. Música electrónica a todo volumen contribuye a agrandar la sensación de que uno se encuentra en una discoteca de moda y no en una peluquería.

Me recibe con una sonrisa en la cara uno de estos tíos buenísimos. Lleva gorra. Le pregunto si tiene un hueco para esa mañana. Me dice que sí y añade:

¿Qué querías?

No sé muy bien qué responder a esto. Teniendo en cuenta que a causa de la longitud de mi pelo empiezo a parecerme peligrosamente a Carles Puyol y que me encuentro dentro de una peluquería, parece lógico pensar que lo que yo quería era un corte de pelo y no que me lavaran el coche o que me dieran doscientos cincuenta gramos de jamón york, pero bueno, insisto que soy inexperto en el mundo del estilismo de gran altura, así que con una media sonrisa en la boca, respondo:

Cortarme el pelo. ¿Obvio? Quizás no.

El tipo de la gorrita guarda mi mochila en un armario y me coloca una especie de chaquetilla blanca que muy poco se parece al típico babero recoge-pelos que en otros establecimientos me habían colocado.

Segundos después, una atractivísima joven comienza a masajearme la cabeza con champú y agua caliente. Lo hace tan bien que estoy empezando a pensar que le gusto.

Una ligera vibración en mi pierna derecha interrumpe estos calenturientos pensamientos. Me llaman al móvil, pienso. Error. El móvil está en casa. Alucino al descubrir que lo que vibra es el asiento en sí mismo. Mientras la tía me acaricia la cabeza, el sillón me masajea el resto del cuerpo. Se trata, sin duda, de una situación peligrosa para una persona con escasas relaciones sexuales, reflexiono.

Todavía sentado, e intentando disimular mi ereccion, se me acerca de nuevo el chico de la gorra.

¿Cortado?, me dice.

Dudo unos instantes. ¿Aún no sabe lo que quiero?

Sí, si. Cortar el pelo, ya te lo he dicho, respondo. Segundo resbalón.

La chica de los masajes se ríe.

No, que si quieres un café: un cortado, aclara.

Acabo de quedar como un garrulo. Asustado, rechazo el café e intento borrar este episodio de mi memoria.

El pelo me lo corta un tío que está todavía más bueno que el de la gorra. Está tan bueno que me da hasta vergüenza mirarlo. Me hace un poquito la pelota y me hace un peinado rollito popero, palabras textuales.

Comentarios como ese, comienzan a hacerme desear salir de allí cuanto antes. Me dirijo a la entrada para pagar, donde sigue el chico de la gorra. Mientras saco la cartera, se me acerca y me dice en voz baja, casi cómplice, como de buen colega:

Te ha quedado de puta madre.

Me entran ganas de pegarle. ¿El curro de este tío cuál es? ¿Ser guapo, ofrecer cafés y fingir que le mola el peinado de los clientes? Le odio.

Pago y salgo. Me miro en el reflejo de un coche y me deshago rápidamente del rollito popero.

Maldigo a la ciencia por no haber sido capaz de inventar ya los robot-peluquero. ¿Dónde demonios iré la próxima vez?