28 January 2008

Rabo

Seguramente tú seas uno de los que hace no muchos días recibió un e-mail mío diciéndote que tuvieras cuidado si recibías algún correo mío que te pareciera un poco extraño. Te lo vuelvo a decir: si te llega desde mi dirección de correo algún e-mail ligeramente sospechoso, no lo abras: es posible que sea un virus.
Yo me lo tragué. Recibí un correo de un amigo con un encabezamiento de lo más extraño, y aún así lo abrí. Tengo el portatil a pelo, sin antivirus, con un par de huevos, así que ahora el pobre agoniza por momentos.
Lo curioso de todo el asunto es el título que tenía el e-mail en cuestión, que me hace preguntarme una y otra vez por qué demonios lo abrí, teniendo en cuenta que aquello no podía acabar bien de ninguna de las maneras.
Al fin y al cabo, un correo cuyo asunto es EL RABO MÁS GRANDE DEL MUNDO, no puede traerte nada bueno, jamás en la vida.
En efecto amigos, mi ordenador está infectado por un potente virus informático que entró en mi disco duro a través de un correo que prometía enseñarme el rabo más grande del mundo, ni más ni menos.
¿Por qué lo abrí?
¿Soy gilipollas?
¿Qué esperaba encontrar, aparte de un descomunal rabo o un enorme virus informático?

19 January 2008

Bucle infinito

Una de las muchísimas cosas que te puede ocurrir en el día que tienes que hacer un examen muy complicado, es despertarte con una canción atravesada.

Sin venir a cuento, esa canción ha aparecido en tu mente pocos segundos después de haber abierto los ojos. Por mucho que lo intentas, la canción sigue ahí, sonando sin parar, como en un bucle infinito.

A partir de aquí, pueden ocurrir dos cosas:

A) Que la canción te guste. Pasarás las cuatro horas y media que dura el examen con una bonita melodía que te hará más facil y agradable la resolución de la prueba.

B) Que detestes la canción. Las siguientes cuatro horas y media serán las peores de tu vida desde que te dejaron de crecer los dientes. La nota final será inversamente proporcional al odio que le tengas a la canción en cuestión.

Esta mañana, una hora y media antes del examen, me he despertado con la siguiente canción en la cabeza:


Juzgad vosotros mismos.

18 January 2008

Último día de vida

Hace un año pasó esto:


Mañana, justo un año después, me dispongo a hacer otra vez el mismo examen.

El día antes de un examen muy complicado, un estudiante se siente como un reo al que están a punto de ejecutar mediante inyección letal. Por detrás, ya ha consumido todo el tiempo del que disponía. Por delante, pocas horas de vida.

Llevo tanto tiempo dedicado a estudiar el mismo examen que el simple hecho de acercarme a la enorme mesa repleta de folios rayados me provoca una pereza infinita. Sin embargo, me obligo a caminar hasta ella.

Sentado ante unos apuntes ya desgastados, con un boli medio roto en la boca, observo el jarrón que hay delante de la mesa durante veinte minutos, aproximadamente. Imposible intentar un problema más, memorizar un dato más, escribir un número más. Muevo el boli en dirección al papel, pero reacciono a tiempo y decido contemplar el jarrón durante diecisiete minutos más.

Estoy atrapado. Me obligo a sentarme ante folios en blanco y calculadoras apagadas sabiendo que ni siquiera puedo sumar dos y dos. De la misma manera, soy incapaz de realizar cualquier otra actividad no relacionada: mi manipuladora mente se vuelve contra mí mismo: si decido salir a la calle a dar un paseo, me sorprende con un enigmático:
¿Y si al final le da por preguntar aquello que ya puso en septiembre de 2004 y has decidido no mirarte, capullo?.
Si por el contrario tomo la decisión de acabar con el sufrimiento de una vez por todas tumbándome al sofá, me sobresalta con un inquietante:
¿Será capaz de repetir lo que preguntó hace apenas un mes en diciembre de 2007 y todavía no has podido comprender del todo, tontín?.
Si me da por sentarme frente al ordenador a escribir un post absurdo, me golpea con un lapidario:
¿Pero qué haces aquí, gilipollas, pudiendo estar aprendiendo aquello que salió en junio de 1997 y jamás ha vuelto a ser preguntado?

Mi mente me insulta constantemente. Me odia en un día como hoy, y yo también la odio a ella. Mi mente es una hija de perra, hombre. Pero mañana nos necesitamos. Mañana iremos de la mano. Mi mente y yo recorremos mañana juntos el corredor de la muerte.

14 January 2008

Colocado

Salgo de la biblioteca y, camino del coche, encuentro en el bolsillo del pantalón un cigarro que debía estar allí esperándome desde alguna ya lejana noche de fiesta.
Como la mayoría sabeis, no fumo habitualmente. Sin embargo, hoy decido hacer algo que nunca he hecho antes: fumar mientras conduzco.
Ya a salvo en casa, diré que fumar en el coche es una actividad más peligrosa que practicar puenting con la goma sujeta al dedo meñique del pie, y más complicada que pilotar un Boeing 747 con la mano izquierda y los ojos cerrados.
Para empezar, decido encender el cigarro cuando tengo el coche ya en marcha. No tengo mechero, así que me veo obligado a utilizar el encendedor del coche. Aprieto el botón, y cuando el aparato ya está caliente lo dirijo al cigarrillo que ya se encuentra convenientemente colocado en mi boca. La última vez que usé este artilugio (con doce años) terminé con la punta del dedo índice chamuscada, con lo que todavía le guardo algo de respeto. Intentando no abrasarme la nariz, aparto durante dos segundos la mirada de la carretera. Cuando vuelvo a mirar al frente, me doy cuenta de que estoy invadiendo peligrosamente el carril contrario (vacío, afortunadamente). He conseguido encender el cigarrillo y sigo con vida.
Doscientos metros más adelante, me doy cuenta de que no tiene ningún sentido fumar en el coche con las ventanillas bajadas. El ambiente comienza a estar peligrosamente cargado y la ceniza está a punto de caer sobre mis pantalones limpios. La abro, y una fría ráfaga de viento irrumpe en el interior de mi vehículo, lanzando la humeante ceniza sobre mis cara. Medio ciego, y con un horrible sabor a cenicero en mi boca, me concentro en no atropellar al anciano que cruza el paso de peatones.
Minuto y medio más tarde, recuerdo que las personas que suelen fumar en sus vehículos tienen tres manos: a mí me falta una. Si coloco el cigarro en mi mano izquierda, no consigo hacer girar el volante; si lo pongo en la derecha, lo pierdo cada vez que cambio de marcha; si me lo dejo en la boca, tengo pinta de gilipollas.
Estoy tan increíblemente concentrado en no perder de vista la calzada que las pocas caladas que consigo darle al cigarrillo son de campeonato. Resultado: dos minutos después de haberlo encendido, estoy mareado. Son las siete de la tarde de un lunes y conduzco mi coche completamente colocado.
Instantes después, el tabaco no se ha consumido completamente pero decido acabar de inmediato con este peligro rodante en el que me he convertido. Abro completamente la ventanilla y lanzo con rabia el cigarro que a punto ha estado de costarle la vida a cientos de personas a mi alrededor.
-¡Muere, cabrón! - grito, triunfante.
A modo de venganza, la colilla, todavía llameante, se deja llevar por el viento en contra, y vuelve a entrar por la ventanilla abierta de mi coche, posándose tranquilamente sobre el asiento de atrás. El espejo retrovisor, cómplice, me devuelve hasta llegar a casa la imagen de mi derrota.