28 October 2008

Robot

El mundo de la ingeniería es decepcionante.
Una de las pocas asignaturas que todavía me quedan por aprobar es Automatización de Procesos. En ella, idearemos y redactaremos secuencias lógicas de operaciones que, debidamente codificadas, serán traspasadas a sofisticados programas de ordenador capaces de ordenar el movimiento de diversos tipos de autómatas.
Robots. Moveremos robots, me digo a mí mismo mientras me matriculo.
Un día antes de la primera práctica de laboratorio de la asignatura, el profesor sonríe mientras nos comunica:
- No olvidéis que mañana realizaremos la primera práctica con el autómata programable. - un murmullo de excitación recorre rápidamente la clase. - Yo creo que os gustará. - concluye, simpático.
Regreso a mí casa fantaseando con lo que me voy a encontrar al día siguiente en el laboratorio. Probablemente, algo no muy diferente a esto:
El mundo se me viene encima nada más entro en el aula, veinticuatro horas después. Ni rastro por ningún lado de Terminator, Bender o Wall-e; ni siquiera veo alejado en una esquina al pringao de C3PO.
Sobre la mesa, sin embargo, un estúpido cachivache gris lleno de polvo y clavijas, me saluda con semblante de robo-gilipollas:
Esta mierda de cacharro cuadrado de plástico viejo es un autómata programable industrial. Es capaz de mandar señales binarias a sensores de posición, que responderán, afirmativa o negativamente, encendiendo o apagando una minúscula lucecita. G-U-A-U.
Cuánto daño ha hecho el cine de acción en nuestras débiles mentes sobreinformadas; qué pronto se pierde la fe.

16 October 2008

Patata

Vuelvo hacia mi casa a las cinco de la mañana tras un miércoles noche anormalmente etílico. Me muero de hambre. Durante el camino, fantaseo con el enorme paquetazo de rosquilletas que engulliré compulsivamente al lado de la nevera.
Mis planes cambian repentinamente nada más abro la puerta de la cocina. Sorprendentemente, sobre la mesa, encuentro un plato repleto con el guiso de patatas que ha sobrado del mediodía. No queda carne, solo patatas: una colosal, deforme y viscosa masa semi-líquida de patata. Un auténtico delicatessen de madrugada.
A estas horas de la noche, con mi estómago a punto de intentar devorarse a sí mismo, ingerir estos ciento cincuenta centímetros cúbicos de patata líquida me parece la mejor decisión que he tomado en años. Lo caliento en el microondas y corto pan.
Durante el eterno minuto previo al clink, una idea descabellada comienza a rondarme la cabeza. En todo un alarde de insensatez y guarrería sin precedentes, se me ocurre que todavía sería más de puta madre llevarme ese demencial mejunje a mi habitación y comérmelo allí mismo, con el pan y todo. ¡Un fin de noche memorable, colega!, alcanzo a oír desde lo más profundo de mi cabeza hueca.
Coloco el plato con la montaña de patata líquida y el kilo de pan en una bandeja y me dirijo al salón de banquetes: mi cuarto.
Nunca he presumido de ser un gran camarero, y este es, sin duda, un gesto que me honra. Al entrar en el pasillo, una de las esquinas de la bandeja choca con el marco de la puerta, provocando que el plato con la inmensa montaña de patata semi-líquida salga disparado.
Inexplicablemente, mi elevado nivel de etanol en sangre no me impide hacer gala de unos formidables reflejos de zorro, alcanzando el humeante plato de patata líquida en mitad de su caída libre hacia el suelo.
La buena suerte, eso sí, no podía estar toda de mi lado. Una cantidad de patata líquida cercana al medio kilo ha caido sobre mi pantalón vaquero. El resto, repartido a partes iguales entre mis manos, la puerta y el suelo del pasillo. Hay patata por todas partes; mi casa se ha convertido en un auténtico infierno tuberculoso.
Rezo avemarías para implorar que nadie en mi casa haya escuchado el escándalo que he armado en el pasillo: en estos momentos, el parecido de lo que iba a ser mi cena con un enorme charco de vómito es sorprendente. Puaj, lo sé. Se trata, sin duda, de una sitación difícil de explicar.
Friego el pasillo y me acuesto. Sigo con hambre.
Vuelvo a la cocina y como pan. Solo pan.

10 October 2008

Cuchillo

Anoche me ocurrió una cosa muy extraña.
Caminaba por una calle vacía y me crucé con un hombre bajito. Se puso frente a mí y, nervioso, me dijo mirando a los ojos:
- Dame seis euros y treinta centimos, hijo de perra.
Su curioso tono de voz me resultaba muy familiar, aunque el pañuelo negro que le cubría la mitad inferior del rostro me impidió reconocerlo en ese instante.
- Dámelos ya, cerdo, o te clavo este cuchillo en el estómago - insistió el hombre bajito con voz aguda.
Traumáticas experiencias adolescentes han provocado que me convierta en un auténtico gallina ante este tipo de situaciones, de modo que, muy asustado, saqué el billete de diez euros que llevaba en la cartera.
El señor bajito, guardó el enorme machete en el bolsillo de su americana estilo neoyorquino, y me devolvió los tres euros con setenta correspondientes al cambio.
Con mi dinero ya en su poder, el hombre bajito me miró con ojos incómodos. Parecía sentirse mal por lo que acababa de hacer: sin duda, el de atracador nocturno no era su oficio principal.
- Lo siento tío. -acerté a comprender a través del pañuelo que cubría su boca. - Lo siento de verdad. Me apetecía un montón hacer una película en una ciudad española, con actores reconocidos y diálogos curiosos. No era mi intención que todo esto acabara así, en serio.
Me dejó ir.
Con algo menos de dinero en el bolsillo, aunque sin un cuchillo clavado en el estómago, me acosté con cara de gilipollas.