03 February 2009

ay, uf, arg

Horas después de un lance deportivo fortuito mi tobillo se convierte en una enorme bola de dolor y fuego. Duermo mordiendo la manta y, por lo tanto, con la boca llena de pelos.
Pasando por alto mis repetidas críticas a quienes iban a urgencias por lo que yo consideraba tonterías ("¿a urgencias por un esguince? ¡deja de quejarte, pringao!"), me dejo llevar por mi preocupada madre a la parte trasera del hospital.
La sección de urgencias de un hospital un domingo por la mañana es un maravilloso bazar de dolencias exageradas y rostros doloridos. Cojos, constipados, mareados y colocados comparten un reducido espacio, que de no ser por sus dispares enfermedades, difícilmente compartirían.
Entrar en la sala de espera supone someterse a un riguroso escaneo visual por parte de las veintisiete personas que se encontraban allí antes que tú. Todos quieren saber rápidamente a qué has venido, cuál es tu nivel de gravedad, la causa del accidente, tu número de teléfono, todo. Automáticamente, sintiéndome protagonista de una dramática escena casi cinematográfica, agravo mi cojera de forma considerable y elevo al máximo la expresión de dolor en mi rostro. Cada paso que doy es un terrible infierno, cada metro que avanzo, una lágrima que derraman los desolados espectadores de mi improvisada farsa.
Un minuto después, todavía disfrutando de mi éxito en la cúspide de mi carrera cinematográfica, un abuelo en silla de ruedas me roba de forma lamentable todo el protagonismo haciendo entrada en la sala empujado por el que debe ser su hijo.
- ¡Qué tos más falsa, cabrón! - tengo ganas de gritarle al abuelo que llora.
Las largas horas de espera rodeada de enfermos no terminales me provocan interesantes reflexiones:
Teoría 1:
En la sala de urgencias del hospital un domingo por la mañana hay más ambiente que en los exteriores de la biblioteca de la universidad un jueves de enero a las 2 de la madrugada, que ya es decir. La gente se rula periódicos, habla por el móvil y persigue a sus hijos como si se fuera a acabar el mundo. Observación que me lleva a enunciar una nueva teoría:
Teoría 2:
El domingo por la mañana hay más niños en la sala de urgencias del hospital acompañados de sus histéricas madres que en los parques jugando a fútbol con sus aburridísimos padres. Está por confirmar, tranquis.
Oír mi nombre en el altavoz casi me provoca un orgasmo. Cojeo hasta el doctor (doctora, joven, guapa, en este caso), y le explico lo ocurrido. La joven, toma mi pie entre sus manos, lo mueve hacia un lado y hacia otro (ay, uf, arg) y me informa:
- Tienes artritis post-traumática.
Qué pasada. Artritis post-traumática, suena de puta madre. Después de esperar nosecuantas horas rodeado de abuelos que tosen y niños que lloran, qué menos que te digan que tienes algo chungo, muy chungo. La cuestión es estar bien jodido.
- Un esguince, vamos - añade.
- ¡¿Cómo!? ¡¿Un esguince?! ¿Me estás diciendo que esta noche he tragado kilo y medio de pelos de manta por un puto esguince? - no le pregunto.
- Te pongo un vendaje elástico y para casa - sentencia.
- ¡Un vendaje elástico! ¡Y se queda tan tranquila! Ya que estoy aquí, yo qué sé, opérame de fimosis, extírpame la vesícula, o improvisa algo, pero no me hagas volver a pasar por la sala de espera con un ridículo vendaje elástico en el tobillo. - no respondo.
Haciendo caso omiso de mis furiosos pensamientos la doctora me pone un vendaje elástico y llama al siguiente paciente. Al pasar por la sala de espera camino de la salida, la recepcionista se interesa por mi estado de salud:
- ¿Qué te han dicho? - pregunta educadamente.
- Artritis post-traumática. - respondo yo, poniendo expresión de quien sufre una misteriosa enfermedad.
La recepcionista (joven, guapa), me observa salir del hospital, preocupada.