20 February 2010

Furgoneta

Por un motivo más que justificado que no viene al caso, hace pocos días retorné, durante solo unas horas, al Universo Facebook.

Poco han cambiado las cosas en este mundillo durante los últimos doce meses, por lo visto.

Después de:

- traumatizarme con la satisfactoria vida amorosa de mi recientemente engrosada lista de ex-novias,

- comprobar que las cuatro expresiones más empleadas siguen siendo "muak", "te quiero", "muakis" y "esta noche fiestaaaa",

y

- vomitar con joyitas del estilo "9 meses juntos :) :) como pasa el tiempo cielo, aun recuerdo cuando me besaste en la furgoneta de tu padre, te quierooo"

confirmé mis más temidas sospechas: doce meses sin Facebook son doce meses tirados al vertedero.

09 February 2010

Siete

Como algunos ya sabrán, suelo hacer el trayecto Universidad-mi casa en bicicleta.

Por cuestiones que todavía no he alcanzado a comprender, soy incapaz de utilizar una bicicleta a una velocidad normal, no importa que esté subiendo el Tourmalet o bajando el desierto Las Palmas: sólo sé ir a toda ostia.

Hace pocos días, circulaba a tal velocidad por las inmediaciones a la estación de tren de mi ciudad, tras un duro día de trabajo. Hacía frío, el sillín estaba húmedo y sentía el culo peligrosamente mojado: tenía ganas de llegar a casa. Iba a toda ostia al cuadrado.

A unos quince metros de distancia, cruzando la calle que se encontraba a mi izquierda, divisé una forma oscura desplazándose también a gran velocidad, en dirección perpendicular a la mía. Veloces y certeros cálculos mentales me hicieron comprender que había grandes posibilidades de que esa informe figura y yo impactáramos violentamente en unas coordenadas no demasiado lejanas a donde me encontraba en ese instante. Era un gato negro.

Ya sabéis cómo corren los gatos. Los muy hijos de perra no van en línea recta como hacemos el resto de seres vivos del planeta Tierra, sino que prefieren hacer absurdos escorzos y zigzagueos al más puro estilo Leo Messi para marear al personal.

Como era de esperar, medio segundo después de yo haber detectado los bizarros movimientos de este sucio y veloz gataco, mis hipótesis cinemáticas se vieron empíricamente contrastadas: el felino y la rueda delantera de mi bicicleta entraron en contacto.

Dos (en concreto) fueron los testigos del impacto entre mi medioambientalmente respetuoso medio de transporte y el salvaje e inconsciente animal: un ama de casa con enormes bolsas de plástico en las manos, que se encontraba a escasos dos metros del punto de impacto, y un joven árabe que observaba la escena a unos siete metros de distancia, más adelante.

Debo decir en mi defensa que intenté frenar, de verdad que lo hice. Los rudimentarios frenos de mi inocente Bicicas hicieron lo que pudieron. En décimas de segundo, planteé la posibilidad de accionar el ridículo timbre que había junto a mi mano derecha. Si habitualmente tenía escaso efecto sobre ancianos de raza humana, era más probable que tuviera la misma efectividad sobre felinos de edad indeterminada.

Atropellé al gato, literalmente. Con las dos ruedas, primero la de delante y después con la de atrás, como debe ser. El encontronazo con el inesperado badén gatuno me hizo perder momentáneamente el control de mi bicicleta, provocando que tanto mi cuerpo humano como la propia bicicleta se precipitasen a gran velocidad hacia la carretera que décimas de segundos antes había atravesado el causante del incidente.

Gritó el ama de casa al observar la improbable escena. Dejó caer teatralmente una de las bolsas de la compra al suelo y cubrió su boca con la mano derecha, temiendo lo peor.

Metros más adelante, el árabe petrificó as well de pavor, sufriendo por el más que posible fallecimiento de dos inocentes seres vivos ante sus propios y musulmanes ojos.

Con gran dificultad, conseguí mantener en pie la descontrolada bicicleta, sin llegar a caer al suelo ni atravesar la peligrosa carretera llena de coches. Mi ritmo cardíaco ascendió repentinamente a unas ciento ochenta pulsaciones por minuto, y mi temor a ser denunciado de manera fulminante por sociedades protectoras de animales se multiplicó por siete.

Sorprendentemente, los prácticamente ochenta kilos de peso (bicicleta + yo) que atravesaron la espina dorsal del animal no provocaron ningún efecto sobre la velocidad de desplazamiento del mismo: una vez que la rueda trasera de mi Bicicas abandonó su flexible columna vertebral, continuó con su sinuosa y alocada trayectoria en dirección a un descampado cercano, sin decir ni miau.

Todavía sin haberme recuperarme del impacto, con el corazón desbocado y la lengua fuera, miré a mi alrededor esperando palabras de ánimo o tranquilidad por parte de mis heterogéneos testigos.
- ¡Tranquilo! - me dijo la todavía asustada ama de casa - ¡Que al gato no le ha pasado nada, mira como corre!
Incapaz de manifestarle mi indignación por temor a vomitar el esófago en el intento, dirigí mi mirada al joven musulman, esperando que en su milenaria cultura los gatos no fueran un animal sagrado.
- No pasa nada, amigo - me dijo el morete, muy tranquilo - Tienen siete vidas, ya sabes. - Y me guiñó un ojo.
Dejé mi bicicleta a un lado, y me senté en un banco, abatido. ¿Tiene mi vida menos valor que la de un miserable gataco callejero?