26 March 2011

Rayos gamma

El aporreo simultáneo de doce teclados es lo único que rasga el silencio en el laboratorio a las 3 de una anodina tarde de viernes. Son escasas las horas que quedan para el fin de semana y la gente finge que culmina la importante labor llevada a cabo durante la semana, cuando lo que en realidad hace es actualizar compulsivamente el facebook y meterse el dedo en la nariz. Al menos a eso es a lo que dedico yo la mayor parte de la tarde del viernes.

De pronto, y sin previo aviso, algo sucede que saca del estado de letargo absoluto a todo el personal en cuestión de segundos. La gente se levanta de un salto de sus sillas giratorias, aparta la vista de sus ordenadores portátiles y se miran las caras unos a otros con desconcierto. La peña está claramente muy nerviosa a mi alrededor.

Aguzo el oído intentando detectar una alarma antiincendios, el sonido de decenas de ambulancias ululando o el aterrador estruendo de un caza a punto de estrellarse contra la facultad de bioingeniería, pero no alcanzo a escuchar nada proveniente del exterior. Los desesperados e ininteligibles grititos de mis compañeros de oficina me lo impiden. Algo grave ocurre y mis veintiséis horas acumuladas de neerlandés no me ayudarán a sobrevivir.

En cuestión de veinticinco segundos todo el mundo ha sido capaz de coger sus pertenencias más preciadas y abandonar con urgencia sus despachos. Temiendo seriamente por mi vida persigo a la marabunta lo más rápido que me permiten mis temblorosas piernas, probablemente camino de un refugio antiatómico, a tenor del extremo nerviosismo que se puede observar en los rostros de mis compañeros.

A medida que descendemos pisos, gente de otros departamentos se incorpora desesperada a nuestra frenética huida. Las escaleras son una poderosa cascada de científicos enloquecidos, que escapan a velocidad de vértigo de una inminente radiación de rayos gamma, o víctimas de una repentina e inesperada invasión zombi.

Llego prácticamente el último a la planta baja, convencido de que ante una posible evacuación aérea por helicóptero, mis posibilidades de conseguir una plaza junto al piloto serán más bien mínimas. Voy a morir en Gofrelandia.

Empujo con furia la puerta de salida del edificio, en busca de aire y esperanza, huyendo con pánico de la nada más absoluta, esperando encontrar bomberos, militares, guerrilleros libios, personal médico de emergencia en el exterior. La imagen que me encuentro, sin embargo, difícilmente podría ser más aterradora: la totalidad del departamento de Forestry, Nature and Landscape forma una ordenada fila junto a un adorable camioncito rosa que vende helados.

15 March 2011

Pantacas. Parte II: Transformación

Todavía sin terminar de creer el éxito alcanzado la noche anterior en el campo del arreglo y confección, decido lucir por primera vez en tierras belgas mis ya famosos pantalones de moderno.

Con sumo cuidado, introduzco las dos piernas, me subo la bragueta y coloco el cinturón, intentando no realizar movimientos bruscos que puedan causar desgarros indeseados. Una vez vestido, peinado, perfumado, dirijo mi mirada a la zona problemática, me palpo sin rubor el paquete.

Toda esa absurda maraña de hilos de mil colores sigue intacta en su sitio. Ni rastro de calzoncillos ni agujeros. Triunfo total.

Al salir por la puerta de casa, se me caen las llaves al suelo. Hay que recogerlas, y para eso hay que agacharse: primer gran reto para mi obra de sastre. Instintivamente, tratando de no provocar tempranas roturas, junto mucho mis rodillas y desciendo muy lentamente hacia el suelo, de manera completamente vertical, como intentando ocultar unas braguitas que no llevo. La imagen es extremadamente femenina. Para un observador externo, es sin duda una joven dama quien se agacha de forma tan delicada para recoger su llavero. Sigue todo en orden en el área conflictiva.

Me subo en la bici, prueba de fuego. Trato de que el movimiento de mis piernas sea mínimo, sutil, armónico. Pedaleo despacio, circulo lentamente, de nuevo con las piernas muy juntas, como protegiendo una vagina que no tengo. Me adelantan escolares, abuelas ciclistas, peatones y algún caracol. Soy una chica en bici.

El día en la universidad transcurre con normalidad, siendo lo único inusual una extraña e irrefrenable necesidad de entrar en la web de Mango cada quince minutos.

A la hora de la comida, nos juntamos como de costumbre unos cuantos para comernos nuestros insulsos bocadillos en un banquito pegado al Geoinstitute. Al sentarme, no puedo evitar cruzar mis piernas colocando el interior de una rodilla junto al exterior de la otra, situando ambas piernas en posición vertical. Por primera vez en años, como despacio y sin llenarme de migas de pan. Al terminar lamento profundamente no tener un kleenex a mano.

Al final del día, llego a casa agotado por el duro esfuerzo de contención. Me apetece inmensamente darme un baño con sales aromáticas mientras bebo un batido de fresa, pero solo dispongo de una ducha tamaño 1x1m.

Subo las escaleras de una en una, elegantemente, sin hacer ruido. Busco por toda la habitación un desmaquillador que no poseo. Enciendo el ordenador para ver alguna serie mientras me duermo. Tengo gigas y gigas, desde Generation Kill hasta The Walking Dead, pero solo me apetece ver una. Una que no tengo.

Me muero de ganas de empezar a ver Sexo en Nueva York.

13 March 2011

Pantacas. Parte I: Coser y cantar

Pocos días antes de abandonar Hispania, me compro unos pantalones verdes. Estrechos, sin llegar a ser de pitillo, con la cintura un poco baja y un inconfundible aspecto guayón, es posible que provoquen ciertas dudas sobre mi orientación sexual. Los visto con gran orgullo porque son mis primeros pantalones de moderno. Probablemente, los pantalones más espectaculares que he vestido jamás.

En la tarde de mi último día en mi amada tierra, me encuentro en la playa haciendo una encantadora sesión de fotografía parejil bajo el sol. Fotito a los pies, fotito a las sombras, fotito en las rocas, todo un clásico. Por supuesto, en las fotografías deseo aparecer con mis amados y recientemente adquiridos pantalones moderniles.

Tras cinco minutos de entrañables poses con el mar de fondo, en un inesperado alarde de innovación, decido sacarme una fotografía mientras ejecuto un atlético salto vertical, abriendo mucho las piernas y levantando los brazos como una greñuda estrella de rock ochentera. Yeah. Salto y grito, exultante al estar a punto de conseguir una originalísima e inolvidable instantánea.

En el punto más alto de mi ascenso vertical escucho un inquietante sonido procedente de mi paquete. Al llegar de nuevo al suelo, todavía sin comprobar en la cámara el resultado obtenido, dirijo mi vista sin escrúpulos a mi entrepierna. Un gigantesco boquete en mis pantalones de moderno muestra al mundo mis calzoncillos a cuadros.

Abatido por haber podido disfrutar de mis mejores pantalones durante solo unas horas, regreso a casa con el firme propósito de incluirlos igualmente en la maleta, e intentar poner solución al asunto ya en mi destino.

Semanas después, y tras un absurdo intento de remediar el problema con pegamento ultra-fuerte, decido ponerme manos a la obra y recuperar mi admirada prenda. Cojo hilo, una aguja, un flexo. El objetivo está más que claro: hacer desaparecer ese cráter de medio palmo presente en la zona calzoncillar.

La imagen es inexplicable, grotesca: yo mismo sentado en una cama, con cincuenta centímetros de hilo en una mano, una aguja en la otra, unos pantalones desgarrados frente a mí, más confundido que después de ver un episodio de The Wire.

Doy punzadas al azar. Ni siquiera sé si se llama punzadas a eso, pero suena bien. Paso el hilo por delante y por detrás, de fuera a dentro y de dentro a fuera, muchas veces, sin seguir ningún orden ni pauta concreta. Como la tela es gruesa y necesito hacer fuerza considerable para atravesarla con la aguja, me ayudo con un mechero. Muy profesional.

Me pincho, repetidas veces, pero me da igual: estoy cosiendo. Cuando se me termina el hilo, me doy cuenta de que lo he pasado en grande. Quién necesita salir a tomar cervezas teniendo agujas, hilos y pantalones desgarrados. Decido repetir el proceso, aunque sea con hilo de otro color. Vuelvo a dar punzadas absurdas, de derecha a izquierda y al revés, esta vez con hilo marrón. Me encanta coser. Cuando se termina el hilo marrón, cojo el azul, y después el blanco.

Una hora después, observo satisfecho mi obra. Hilos de todos los colores salpican de forma completamente aleatoria la parte destinada a cubrirme la entrepierna. Con cierto temor realizo una prueba manual de esfuerzo y compruebo que el arreglo resiste sin problemas mis estirones. Acabo de convertir la zona del paquete en el área más invulnerable de mis pantalones de moderno.