26 August 2009

Azar

Perdonad que me repita; de esto ya os he hablado.

He cometido el grave error de enganchar a mis padres a Lost. Resultado: les encanta, pero se desentienden de manera escandalosa a la hora de coseguir los capítulos, con lo que me veo obligado a grabarlos en nuestro flamante DVD grabador cada tarde, o bajarlos de internet (ilegalmente).

Me dispongo a grabar la serie.

Al igual que la tarde anterior, y exáctamente igual que tantísimas otras veces en mi larga existencia, me armo de valor para enfrentarme al repugnante asunto del cableado.

Tal y como se encuentran las conexiones en un primer momento, para poder grabar debo sacar el cable coaxial que conecta la antena con el decodificador e introducirlo en el DVD. Problema: el agujero y el cable no encajan, con lo que debo utilizar cinta aislante para sujetarlos. El resultado es poco satisfactorio y mínimamente ingenieril: hay un pegote enorme de cinta aislante alrededor del cable en un equilibrio más que precario y la imagen es lamentable: Sawyer y Kate aparecen rodeados de una espesa y molesta niebla que nada tiene que ver con la isla.

- Empecemos de cero - me digo- Algún día debía hacerlo -añado para terminar de convencerme.

Quito todos los cables de todos los agujeros. Intento razonar, pensar con cierta lógica. Un euroconector de la tele al decodificador. Otro de la tele al DVD. Otro más uniendo estos dos. Conecto la tele a la antena. Me sobran cables, y agujeros, pero da igual. Es de lógica pura, no puede estar mal.

Enciendo la tele, el decodificador, el DVD. No va nada. Nada de nada. No hay tele, no hay Canal Plus, no hay Sawyer y Kate y niebla alrededor, solo negrura, tristeza, el infierno.

Cambio un par de conexiones, vacío unos cuantos agujeros y lleno otros. Nada. Negro.

Durante veinte interminables minutos, no solo he perdido la capacidad de grabar programas televisivos, sino que he perdido cualquier posibilidad de ver televisión en el salón de mi casa. Sudo y casi lloro.

Tras probar con todas las combinaciones posibles, por puro y duro azar, abandonadas hace tiempos las mínimas leyes de la lógica, doy con una configuración que devuelve imagen y sonido. Pruebo el decodificador y funciona. Pruebo el DVD y funciona. Intento grabar con el DVD y graba. Funciona todo. Sin cinta aislante. Sin lógica alguna. Pero funciona todo.

Sin acabar de creerlo, dibujo un esquema con las conexiones del éxito y tras almacenarlo en un lugar seguro, me dirijo a la cocina a prepararme la comida mientras veo por vigesimotercera vez la primera temporada de Los Simpson.

Niebla en la televisión de la cocina es todo lo que puedo ver mientras como.

21 August 2009

Certezas

- Esto es un puto cachondeo. - murmura el joven en voz alta y mirando hacia arriba, quizás buscando a Murphy o a Dios o a Satán, al comprobar que no quedan servilletas.
Lleva semanas sintiéndose solo, muy solo, dentro de ese edificio grande, caluroso, abandonado. Con la llegada de junio, julio, la gente de los laboratorios de alrededor -gente con la que no hablaba, pero gente que se movía, que tosía, que hacía ruido; gente, al fin y al cabo- se iba marchando a la playa, a la montaña, a hacer deportes de riesgo, a su casa; dejando al joven con la única compañía de las cucarachas agonizantes y el chasquido de las vigas metálicas por efecto del calor.
Intentando convencerse de que no se encuentra aislado en el Universo, el joven camina hasta la máquina de café esperando no ya cruzarse con alguien y entablar conversación, sino al menos escuchar algún fragmento de conversación lejana, una radio, un eructo, algo, por dios. Elige lo de siempre, of course, café con leche con cinco rayitas de azúcar. Introduce las monedas; espera.
No hay respuesta por parte de su cafetero y robótico compañero. La máquina de café está vacía. No hay café. No queda. Ninguna furgoneta de la compañía cafetera vendrá a recargarla en los próximos días o semanas, es una certeza. Más solo, si cabe.
Disimulando la gravedad de la situación, el joven da dos pasos en paralelo y se sitúa ante la máquina expendedora de chocolatinas, papas, bollitos y demás. Mete las monedas previamente destinadas a la compra de un café con leche con cinco rayitas de azúcar y, de memoria, introduce el código correspondiente a las galletitas que ha venido consumiendo de manera compulsiva durante los últimos cuatro meses: Tosta Rica Choco Guay (o Tosta Rica Choco Gay, como le gusta llamarlas a él).
Esta vez sí hay respuesta por parte de la máquina: la nada. La máquina ofrece un puñado de aire a cambio de los sesenta céntimos introducidos. No quedan Tosta Rica Choco Gay. El joven se las ha terminado. Ninguna furgoneta de la compañía galletera vendrá a recargar la máquina en los próximos días o semanas, es otra certeza. Solo, solo. Y con hambre.
En el camino de vuelta al laboratorio -de donde jamás debería haber salido- hace parada en el cuarto de baño. Tanta soledad le da calor; suda como un auténtico cerdo solitario. Se lava las manos y se moja la cara. Mirándose al espejo, busca inexistentes servilletas en el recipiente que se encuentra a su izquierda. Un puto cachondeo, vamos.