15 June 2010

Condones de sabores

Son las seis de la tarde de un sábado y entro en Caprabo a comprar una serie de ítems que necesito para esa misma noche.

Cojo los Doritos, cojo el pan y cojo la Cola; me llaman por teléfono. No me gusta demasiado hablar por el móvil por la calle, y menos aún dentro de un sitio cerrado, pero contesto. Hablo bajito mientras camino arrastrando el carrito ese naranja con dos ruedas. La conversación es larga, de modo que me recorro los pasillos uno a uno, sin tomar nada de las estanterías.

En un momento dado, me siento vigilado, perseguido. Sin llegar a visualizarla completamente, noto una misteriosa presencia a mi espalda, que camina con sigilo. Me giro de forma disimulada y encuentro una joven y perfumada adolescente a dos metros de distancia, observándome. Sonríe. Da un poco de miedo esta adolescente, ahí plantada al lado de los paquetes de arroz, mirándome sin decir nada, como un personaje descartado de El Resplandor.

Me hago el sueco, como si no hubiera visto nada. Me doy la vuelta y sigo paseando mientras charlo, ya no tan cómodo como hasta hace un minuto. La conversación se prolonga.

Cerca de la sección de cosméticos, mi sentido arácnido vuelve a funcionar: no estás solo, colega, ten cuidado. Varios son los pasos que se oyen esta vez; sonido de tacones y baratas pulseras metálicas. Algo está ocurriendo detrás mío; estoy cagao.

Me giro bruscamente. Tres escotadas adolescentes se paran de repente. Un observador externo diría que jugamos a una nueva y absurda versión del Un, dos, tres, pared. Las jovenzuelas sonríen de forma irresistible. Dos llevan aparato en los dientes. Las tres aspiran a ser la versión castellonenca de Hanna Montana. Mi interlocutor sigue hablando, pero ya no le escucho.

Me pongo nervioso. Hago como que miro los desodorantes, las espumas de afeitar, los champués, las compresas. He perdido completamente los papeles. Noto como el número de adolescentes crece exponencialmente a mi alrededor. Una completa sucursal de Bershka me tiene acorralado muy cerca de los condones de sabores. Help.

Analizo la situación, intentando comprender qué ocurre. Decido observar al enemigo para conocer con exactitud el número de efectivos, y sus armas. Seis adorables lolitas, seis, se me acercan con tétricas sonrisas de zombi en sus caras. Formación en semicírculo, férrea, impenetrable; no hay escapatoria posible. Soy hombre muerto.

Algo portan todas ellas en sus delicadas manitas quinceañeras. Botellas de vidrio con brebajes de exóticos colores en su interior. Comienzo a comprender. No me quieren morder. No quieren destrozarme la ropa, ni arrancarme un brazo, ni venderme unas galletas. Está más que claro: me necesitan para ponerse borrachas un sábado a las seis de la tarde.

Liberado de cierta presión, sopeso la encrucijada en la que me encuentro, sin ni siquiera saber ya quién se encuentra al otro lado del teléfono, que no deja de parlotear. En un momento dado, incluso, la cabecilla de todas estas irresistibles ninfas se acerca con un puñado de arrugados y sudorosos billetes de cinco euros. ¿Lo hago o no lo hago?

Cuelgo y las encaro, nervioso pero decidido. Sonrío. Sonríen más. Avanzo un paso. Ellas avanzan dos. Podría tocarles la nariz a todas ellas si alargara un brazo. Espero un par de segundos más sin decir nada. Las mujercitas se relamen, ya sienten el calor del alcohol barato en sus venas, el sabor de la bilis posterior en sus gargantas. El botellón vespertino es inminente.

Les digo que ya sé lo que quieren, pero que no se lo voy a dar. Me sabe mal, pero no puedo hacerlo, no está bien. Que lo siento, pero que tendrán que buscarse a otro, más valiente, más hijodeperra, quizás. La segunda de ellas al mando argumenta que no tiene sentido que no les ayude, que cualquier otro acabará haciéndolo, tarde o temprano. Que me lo curre. Fuerzan al máximo la sonrisa. Sudan, un poquito. Las adolescentes adorables también sudan, por lo visto.

- Lo siento - insisto antes de darles la espalda, y me dirijo con convicción a comprarme una botella de Cacique (for me).

Ya en la caja, observo cómo las decepcionadas hannas pagan muy a disgusto cantidades ingentes de bollicaos y donetes, acompañados de abundantes fantas y yoplaits de frutas. La peor tarde de sábado desde mi duodécimo cumpleaños, cabrón, me dicen sus ultramaquillados ojos azules.

En casa, fuera de todo peligro, reflexiono. Gracias a mi actuación, he conseguido que seis prometedoras chiquillas de quince años no se emborrachen durante al menos un fin de semana de primavera. Mi aportación positiva a la humanidad es incuestionable en ese sentido. Sin embargo, al mismo tiempo, con mis recientes actos he privado al mundo del júbilo que sin duda provocan un puñadito de alegres adolescentes ciegas como ratas.

¿He hecho bien, Jesucristo? - pregunto mirando al cielo.

2 comments:

Ramón said...

MUY BIEN, DAVID!!!!!!
Estoy muy orgulloso de ti. En serio.
Según iba leyendo la historia pensaba que ibas a caer en las garras de las adolescentes, pero me alegro de que no fuese así.
(Te digo que has hecho bien porque yo tengo una hermana que acaba de cumplir 17 y me tiene muy preocupado con estos temas). Well done!

Franck said...

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