13 March 2011

Pantacas. Parte I: Coser y cantar

Pocos días antes de abandonar Hispania, me compro unos pantalones verdes. Estrechos, sin llegar a ser de pitillo, con la cintura un poco baja y un inconfundible aspecto guayón, es posible que provoquen ciertas dudas sobre mi orientación sexual. Los visto con gran orgullo porque son mis primeros pantalones de moderno. Probablemente, los pantalones más espectaculares que he vestido jamás.

En la tarde de mi último día en mi amada tierra, me encuentro en la playa haciendo una encantadora sesión de fotografía parejil bajo el sol. Fotito a los pies, fotito a las sombras, fotito en las rocas, todo un clásico. Por supuesto, en las fotografías deseo aparecer con mis amados y recientemente adquiridos pantalones moderniles.

Tras cinco minutos de entrañables poses con el mar de fondo, en un inesperado alarde de innovación, decido sacarme una fotografía mientras ejecuto un atlético salto vertical, abriendo mucho las piernas y levantando los brazos como una greñuda estrella de rock ochentera. Yeah. Salto y grito, exultante al estar a punto de conseguir una originalísima e inolvidable instantánea.

En el punto más alto de mi ascenso vertical escucho un inquietante sonido procedente de mi paquete. Al llegar de nuevo al suelo, todavía sin comprobar en la cámara el resultado obtenido, dirijo mi vista sin escrúpulos a mi entrepierna. Un gigantesco boquete en mis pantalones de moderno muestra al mundo mis calzoncillos a cuadros.

Abatido por haber podido disfrutar de mis mejores pantalones durante solo unas horas, regreso a casa con el firme propósito de incluirlos igualmente en la maleta, e intentar poner solución al asunto ya en mi destino.

Semanas después, y tras un absurdo intento de remediar el problema con pegamento ultra-fuerte, decido ponerme manos a la obra y recuperar mi admirada prenda. Cojo hilo, una aguja, un flexo. El objetivo está más que claro: hacer desaparecer ese cráter de medio palmo presente en la zona calzoncillar.

La imagen es inexplicable, grotesca: yo mismo sentado en una cama, con cincuenta centímetros de hilo en una mano, una aguja en la otra, unos pantalones desgarrados frente a mí, más confundido que después de ver un episodio de The Wire.

Doy punzadas al azar. Ni siquiera sé si se llama punzadas a eso, pero suena bien. Paso el hilo por delante y por detrás, de fuera a dentro y de dentro a fuera, muchas veces, sin seguir ningún orden ni pauta concreta. Como la tela es gruesa y necesito hacer fuerza considerable para atravesarla con la aguja, me ayudo con un mechero. Muy profesional.

Me pincho, repetidas veces, pero me da igual: estoy cosiendo. Cuando se me termina el hilo, me doy cuenta de que lo he pasado en grande. Quién necesita salir a tomar cervezas teniendo agujas, hilos y pantalones desgarrados. Decido repetir el proceso, aunque sea con hilo de otro color. Vuelvo a dar punzadas absurdas, de derecha a izquierda y al revés, esta vez con hilo marrón. Me encanta coser. Cuando se termina el hilo marrón, cojo el azul, y después el blanco.

Una hora después, observo satisfecho mi obra. Hilos de todos los colores salpican de forma completamente aleatoria la parte destinada a cubrirme la entrepierna. Con cierto temor realizo una prueba manual de esfuerzo y compruebo que el arreglo resiste sin problemas mis estirones. Acabo de convertir la zona del paquete en el área más invulnerable de mis pantalones de moderno.


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