13 July 2011

Adicto

Por primera vez en cinco años, voy a utilizar este blog para algo útil: voy a pediros consejo.

Soy adicto a Internet. No lo digo en plan broma: soy muy muy adicto, y quiero dejarlo, en la medida de lo posible.

Todos los días, antes de empezar a trabajar, dedico un mínimo de media hora a mirar chorradas en Internet. El correo personal. Las actualizaciones de facebook desde las doce de la noche anterior hasta las nueve de esa misma mañana. El correo de la universidad. La portada del Marca. El correo de la otra universidad. Cuatro o cinco artículos de El Pais. Novedades en la liga ACB. Post nuevo en mimesacojea. Noticias absurdas en El Mundo Today. Fotos graciosas en Cuanto Daño. Foro de música. Foro del Club Deportivo Castellón. Planeta Axel. Daimiel. Etcétera. Así todos los días.

Como trabajo con el ordenador, a lo largo del día repito este ciclo varias veces. Si voy al baño, a la vuelta miro a ver si hay novedades en cualquiera de las páginas anteriores. Si los resultados de lo que sea en que esté trabajando no me salen bien, miro el facebook para evadirme un rato. Si los resultados de lo que sea en que esté trabajando sí me salen bien, miro el facebook como premio a una faena bien hecha.

De vuelta a casa, más de lo mismo. Escribo posts sobre pájaros. Me bajo series que no veo. Busco en youtube otra vez el gol de Iniesta. Veo porno. Apuesto a partidos de la Copa América en bwin. Leo críticas de pelis antiguas y reseñas de libros que aún no he leído. Vuelvo a mirar el facebook.

Esto tiene que cambiar, de manera radical. Mañana empiezan mis vacaciones. Tres semanas de festivales de música, playa y orquestas de pueblo. Intentaré que la desconexión sea lo más cercana al cien por cien.

Para la vuelta, quiero soluciones. Darme a mí mismo una ostia en la cara cada vez que entre en la web del marca, colocarme unos electrodos en los genitales que generen pequeñas descargas eléctricas cada vez que entre a ver si hay comentarios en mi blog, cosas así, ya sabéis.

Los síntomas aquí descritos pueden ser comunes a muchos de vosotros. Si alguno de vosotros ha conseguido un método que permita escapar de esta cruel telaraña llamada Internet, soy todo ojos.

Estaré pendiente a la pantalla hasta obtener las primeras respuestas, día y noche, a partir de ya.

Socorro.

12 July 2011

Ahora no hay nada

Regreso a casa con el cerebro destrozado, tras una conversación con mi co-supervisor en la que, en apenas un par de horas, ha conseguido no solo echar por tierra gran parte del trabajo que he hecho en el último mes y medio, sino también replantear de manera radical toda mi tesis. De muy buen rollo todo, eso sí.

Dejo la mochila sobre la cama con la mirada todavía brumosa y subo a mear, replanteándome por completo mi futuro por trigesimoséptima vez en los últimos cinco meses.

De vuelta al cuarto, algo me impide la entrada. Bajo el marco de la puerta abierta, un ser vivo me observa curioso. Un pájaro. Hay un pájaro en la puerta de mi habitación. No estaba ahí hace un minuto, cuando he llegado, ni hace medio, cuando he ido al cuarto de baño. Ahora sí. He encontrado todo tipo de seres alados tanto dentro como fuera de mi cuarto, pero todos ellos eran insectos, ninguno era un ave.

Durante unos segundos me planteo la posibilidad de que ese indefenso pajarillo no sea real, que se trate de una alucinación provocada por el shock causado por la conversación que acabo de tener, de una sutil metáfora ideada por mi subconsciente para transmitirme algún misterioso significado que mi parte racional no ha sido capaz de captar. No lo pillo, de todas formas.

Nunca sé muy bien cómo reaccionar cuando tengo animales delante. No me gustan los animales. Son impredecibles. Se mueven deprisa. Hacen ruidos raros. Igual huyen que atacan. Uno no sabe qué esperar. Mi primera reacción es, por tanto, hacer como que no he visto al pájaro en cuestión, meterme en el cuarto y esperar que algún otro se encargue del asunto.

A punto de cerrar la puerta, el pájaro me sigue mirando.

El pájaro se mueve muy despacio. No huye al tenerme a menos de medio metro, como haría cualquier otro pajarillo en su situación. Solo me mira, o esconde la cabeza debajo de un ala. Como mucho, se desplaza a duras penas sobre sus patas y se esconde detrás de la aspiradora, que no sé muy bien por qué, siempre está al lado de mi puerta, aunque no la haya usado jamás. Debe ser el sitio en el que se guarda la aspiradora en esta casa.

El pájaro está enfermo, probablemente moribundo. En principio no me apetece demasiado tratar con animales agonizantes un martes a las siete de la tarde, pero pienso que si espero un rato voy a tener que tratar con animales muertos, con lo que la situación no mejora.

Igual el pardal solo tiene sed, pienso. Cojo la tapa de un bote de cristal y la lleno de agua del grifo hasta el borde, colocándola cuidadosamente al lado del animal. Mientras éste observa desconfiado el líquido, corro a buscar mi cámara. Me encuentro viviendo, al fin y al cabo, el momento más emocionante del último mes y medio.

El pájaro no tiene sed. Alpiste no tengo, así que tampoco puedo averiguar si lo que le pasa es que está muerto de hambre. Hay que sacar al pájaro de ahí, asúmelo, me digo.

Me animo y me acerco a escasos centímetros. Envuelvo su minúsculo cuerpo con mi mano, lo cojo. Ahí dentro todavía parece más pequeño, las plumas le hacían parecer más grande de lo que en realidad es. Se asusta y empieza a aletear como un loco. Yo me asusto más y lo dejo caer al suelo mientras digo joder ostia puta, o algo así.

Entro de nuevo al cuarto y cojo un periódico viejo. Engaño al pájaro para que se suba encima del periódico y lo envuelvo rápido para que no se me escape. Con cuidado de no aplastarlo, claro. Miro por el hueco que queda y veo al pájaro mirándome con cara de acojone. Sigue sin decir ni pio (ja ja).

Me planteo dejarlo en el borde de la ventana, pero sé que lo único que conseguiré será regalarle un pájaro muerto a la dueña del piso, que vive debajo. Cojo las llaves y salgo de casa en dirección a un parque cercano. Transporto el periódico intentando hacer la fuerza exacta que impida que el pardal no se escape y que al mismo tiempo no termine con la poca vida que le queda. La gente me mira chungo. Un tipet en chanclas llevando la sección de economía de un periódico con las dos manos como si fuera una tarta a toda velocidad en dirección al parque. Buena pinta.

Una vez allí, lo poso sobre un césped tranquilo. Su actividad sigue siendo la misma. Movimientos cortos, mirada triste, cabeza bajo el ala. Lo dejo allí.

Al llegar a casa, me cae una gota en la cabeza.

Me hago la cena mientras veo caer la tormenta. Después de comerme un bote de sopa checa, empiezo a escribir un post sobre un pájaro que he encontrado esta tarde en la puerta de mi habitación. Ochocientas veintiuna palabras después me doy cuenta de que tengo mucha curiosidad por saber qué habrá sido del triste animal. Vuelvo al parque.

Retorno del parque empapado y muerto de frío. Termino el post. Donde antes había dejado al pájaro, ahora no hay nada.

09 July 2011

Maquinaria

Los días previos al comienzo de las vacaciones son terroríficos: imposible concentrarse, imposible trabajar, cualquier excusa es buena para huir durante unas horas de la oficina/laboratorio (nunca he tenido muy claro cómo llamarlo, pues en realidad no es ni una oficina ni un laboratorio, y si combinamos ambas palabras nos quedamos con "ofiratorio" o "laboficina", que suenan más bien a nombres de medicamentos extraños, lo que tampoco ayuda mucho).

Hace escasos días, entra al ofiratorio Eric, el atractivo técnico de campo que se encarga de supervisar el estado de las plantaciones y cultivos que este departamento maneja en el norte del país, solicitando ayuda. Por lo visto, hay que limpiar un invernadero, y esto es un trabajo que requiere colaboración del resto de miembros del equipo. Vislumbrando la posibilidad de escapar durante un día entero del sopor de la pantalla de ordenador, imaginando también que muchas otras manos solidarias se alzarán uniéndose a la mía, me presento alegremente voluntario. Miro a mi alrededor y compruebo con cierta sorpresa que soy el único interesado en pasar un miércoles limpiando un invernadero.

Nunca he limpiado un invernadero, no sé cómo se hace, ni cuánto se tarda, ni por qué debe hacerse. A decir verdad, no creo haber estado nunca dentro de un invernadero, ni haber visto uno de cerca. Imagino un invernadero como una casita de campo hecha de cristal llena de flores o frutas. Estoy motivado.

El día acordado, me desplazo en furgoneta al invernadero en cuestión junto al mencionado Eric y Johann, el otro técnico de campo. Ambos hombres duros, de campo, de aire libre. El vehículo está lleno de guantes de trabajo, picos, palas, azadas y botellas de plástico vacías. Ellos hablan en su idioma del infierno y yo disfruto del trayecto mirando el sol por la ventanilla.

El invernadero me decepciona sobremanera. Está situado en una especie de granja en la que se almacenan enormes balas de lana que huelen a muerte reciente. El volumen de insectos no debe ser menor a cien bichos por metro cúbico. El agua de un grifo allí presente no se puede beber porque hace pocos días encontraron una paloma muerta en el depósito (?). El invernadero en sí es una casita de cristal, efectivamente, pero un cristal todo lleno de barro y moho, y la temperatura allí dentro no debe ser inferior a los cuarenta y cinco grados (literalmente). En el interior no hay flores ni frutas, sino sesenta y cinco gigantescas macetas llenas con doscientos kilogramos de tierra cada una. Sesenta y cinco macetas de doscientos kilogramos son trece toneladas de tierra. En eso consiste limpiar este invernadero en concreto: en sacar estas sesenta y cinco enormes macetas llenas de tierra seca y muerta, vaciarlas en un camión que hay por allí cerca y devolverlas sanas y salvas a la laboficina. Guay.

Un grupo de hombres altamente cualificados está allí para ayudarnos en lo que haga falta: son el Equipo A de la limpieza de invernaderos. Ninguno de ellos conserva más de la mitad de la dentadura frontal. Todos ellos calzan botas de seguridad, roídos monos de trabajo y setenteras camisetas de propaganda manchadas con barro, sangre, pintura, sudor, lejía y otras sustancias líquidas. Yo llevo unas Converse marrones y una camiseta de Arcade Fire. Por lo menos mi pantalón corto lleva una mancha de grasa de bici en un lado. Este detalle me acerca un poquito a ellos.

Antes de empezar a trabajar, se realiza una reunión en la que supongo se está discutiendo la forma en que se va a realizar la faena. No es fácil. Las macetas pesan un huevo y para sacarlas del invernadero hay que subirlas tres escalones. El camión, además, no puede acercarse a menos de diez metros, con lo que hay que llevarlas hasta allí de alguna manera, para vaciarlas.

Junto a este comité organizador hay una especie de planta silvestre con unos frutos rojos redondos. Cada cierto tiempo, un miembro del equipo se acerca y coge un puñado de estas bayas aparentemente venenosas y se las mete en la boca, muy alegremente. Evidentemente, yo no quiero ser menos y cojo un racimo de estas apetitosas frutillas y me las voy comiendo de una en una. Como esperaba, saben a rayos. Son amargas y tienen una textura extraña. Miro a Eric y el tío se las come de diez en diez, metiéndose todo el racimo en la boca como cuando en los dibujos animados alguien se come un pescado cogiéndolo de la cola y sacando de la boca únicamente ya las espinas. Es un espectáculo.

En el reparto de funciones a mí me asignan una Jungheinrich. Maquinaria. Voy a utilizar maquinaria pesada (bueno, la mía debe pesar como ciento cincuenta kilos, pero a eso ya se le puede llamar maquinaria pesada, ¿no?). Estaré en la puerta del invernadero, recibiré las macetas, las elevaré un poquito con mi artefacto y las acercaré al camión, donde una especie de paleta excavadora las recogerá y con la ayuda de algunos miembros del equipo, las vaciará sobre el remolque del camión.

Mi función es completamente secundaria, casi prescindible, pues no hago más que de enlace entre el invernadero y la paleta excavadora, pero me siento importante, viril, un auténtico hombre manejando mi Jungheinrich. Los únicos trabajos físicos que he desempeñado en mi vida han sido ser camarero en un restaurante turco y vigilar el parking de un parque acuático, con lo que levantar del suelo unos pocos centímetros estas colosales maletas me proporciona un placer indescriptible. Mientras estoy allí, siento que la barba me crece más deprisa y percibo un súbito interés en conocer los caballos de potencia que tiene mi coche. I am a man.

A la una se para para comer. Llevamos horas tocando tierra, ramas, maquinaria variada y frutos venenosos, pero allí nadie se lava las manos ni amaga con intentarlo. Igual es también por la paloma muerta en el depósito (jaja). Los miembros del equipo tragan y hablan al mismo tiempo, ríen a carcajadas lanzando trozos de pan de sus bocas. Llegan aquí los primeros eructos del día. Probablemente estén hablando de tías en pelotas o camiones muy rápidos. Por supuesto, me uno puntualmente a sus risas aunque no entienda ni una sílaba de lo que dicen. Soy uno de ellos al fin y al cabo.

Después del bocata me hago un cigarrillo de liar, sin filtro, por supuesto, como ellos. Normalmente tardo cinco caladas en marearme, esta vez solo me cuesta dos. Finjo como un cobarde, aunque mis pupilas dilatadas al extremo me delatan.

La tarde transcurre aproximadamente en los mismos términos. Comparto ahora la Junheinrich con un granjero que se parece a un Bjorn Borg con un dentista muy malo. De cuando en cuando, alguno de los hombres que vacían la tierra sobre el remolque me grita algo señalando a un granero cercano. Estos gritos suelen ser algo parecido a "een shlutje!" o "de slaventjkare!" o "het verschrijkelijk!". Yo siempre les traigo una pala y allí no se queja nadie.

Al terminar la jornada de trabajo, regresamos a casa habiendo vaciado únicamente la tercera parte del invernadero de los cojones. No voy a volver por allí jamás, así que me siento satisfecho y aliviado al mismo tiempo. Me devuelven a casa en la furgoneta y me despido de Eric y Johann con un vigoroso y viril apretón de manos.

El nuevo hombre en el que me he convertido abre la puerta con brazos, piernas y espalda doloridos. Me ducho con un champú olor a frutas y me hago un plato de pasta con salmón. Después de cenar me tomo una birruki con aroma de frambuesa. Antes de acostarme leo un capítulo de una novela de Melissa P. y veo un episodio de Modern Family. Fijo que cualquiera de mis compañeros de trabajo de hoy está haciendo algo muy muy parecido a esto. Fijísimo.