09 July 2011

Maquinaria

Los días previos al comienzo de las vacaciones son terroríficos: imposible concentrarse, imposible trabajar, cualquier excusa es buena para huir durante unas horas de la oficina/laboratorio (nunca he tenido muy claro cómo llamarlo, pues en realidad no es ni una oficina ni un laboratorio, y si combinamos ambas palabras nos quedamos con "ofiratorio" o "laboficina", que suenan más bien a nombres de medicamentos extraños, lo que tampoco ayuda mucho).

Hace escasos días, entra al ofiratorio Eric, el atractivo técnico de campo que se encarga de supervisar el estado de las plantaciones y cultivos que este departamento maneja en el norte del país, solicitando ayuda. Por lo visto, hay que limpiar un invernadero, y esto es un trabajo que requiere colaboración del resto de miembros del equipo. Vislumbrando la posibilidad de escapar durante un día entero del sopor de la pantalla de ordenador, imaginando también que muchas otras manos solidarias se alzarán uniéndose a la mía, me presento alegremente voluntario. Miro a mi alrededor y compruebo con cierta sorpresa que soy el único interesado en pasar un miércoles limpiando un invernadero.

Nunca he limpiado un invernadero, no sé cómo se hace, ni cuánto se tarda, ni por qué debe hacerse. A decir verdad, no creo haber estado nunca dentro de un invernadero, ni haber visto uno de cerca. Imagino un invernadero como una casita de campo hecha de cristal llena de flores o frutas. Estoy motivado.

El día acordado, me desplazo en furgoneta al invernadero en cuestión junto al mencionado Eric y Johann, el otro técnico de campo. Ambos hombres duros, de campo, de aire libre. El vehículo está lleno de guantes de trabajo, picos, palas, azadas y botellas de plástico vacías. Ellos hablan en su idioma del infierno y yo disfruto del trayecto mirando el sol por la ventanilla.

El invernadero me decepciona sobremanera. Está situado en una especie de granja en la que se almacenan enormes balas de lana que huelen a muerte reciente. El volumen de insectos no debe ser menor a cien bichos por metro cúbico. El agua de un grifo allí presente no se puede beber porque hace pocos días encontraron una paloma muerta en el depósito (?). El invernadero en sí es una casita de cristal, efectivamente, pero un cristal todo lleno de barro y moho, y la temperatura allí dentro no debe ser inferior a los cuarenta y cinco grados (literalmente). En el interior no hay flores ni frutas, sino sesenta y cinco gigantescas macetas llenas con doscientos kilogramos de tierra cada una. Sesenta y cinco macetas de doscientos kilogramos son trece toneladas de tierra. En eso consiste limpiar este invernadero en concreto: en sacar estas sesenta y cinco enormes macetas llenas de tierra seca y muerta, vaciarlas en un camión que hay por allí cerca y devolverlas sanas y salvas a la laboficina. Guay.

Un grupo de hombres altamente cualificados está allí para ayudarnos en lo que haga falta: son el Equipo A de la limpieza de invernaderos. Ninguno de ellos conserva más de la mitad de la dentadura frontal. Todos ellos calzan botas de seguridad, roídos monos de trabajo y setenteras camisetas de propaganda manchadas con barro, sangre, pintura, sudor, lejía y otras sustancias líquidas. Yo llevo unas Converse marrones y una camiseta de Arcade Fire. Por lo menos mi pantalón corto lleva una mancha de grasa de bici en un lado. Este detalle me acerca un poquito a ellos.

Antes de empezar a trabajar, se realiza una reunión en la que supongo se está discutiendo la forma en que se va a realizar la faena. No es fácil. Las macetas pesan un huevo y para sacarlas del invernadero hay que subirlas tres escalones. El camión, además, no puede acercarse a menos de diez metros, con lo que hay que llevarlas hasta allí de alguna manera, para vaciarlas.

Junto a este comité organizador hay una especie de planta silvestre con unos frutos rojos redondos. Cada cierto tiempo, un miembro del equipo se acerca y coge un puñado de estas bayas aparentemente venenosas y se las mete en la boca, muy alegremente. Evidentemente, yo no quiero ser menos y cojo un racimo de estas apetitosas frutillas y me las voy comiendo de una en una. Como esperaba, saben a rayos. Son amargas y tienen una textura extraña. Miro a Eric y el tío se las come de diez en diez, metiéndose todo el racimo en la boca como cuando en los dibujos animados alguien se come un pescado cogiéndolo de la cola y sacando de la boca únicamente ya las espinas. Es un espectáculo.

En el reparto de funciones a mí me asignan una Jungheinrich. Maquinaria. Voy a utilizar maquinaria pesada (bueno, la mía debe pesar como ciento cincuenta kilos, pero a eso ya se le puede llamar maquinaria pesada, ¿no?). Estaré en la puerta del invernadero, recibiré las macetas, las elevaré un poquito con mi artefacto y las acercaré al camión, donde una especie de paleta excavadora las recogerá y con la ayuda de algunos miembros del equipo, las vaciará sobre el remolque del camión.

Mi función es completamente secundaria, casi prescindible, pues no hago más que de enlace entre el invernadero y la paleta excavadora, pero me siento importante, viril, un auténtico hombre manejando mi Jungheinrich. Los únicos trabajos físicos que he desempeñado en mi vida han sido ser camarero en un restaurante turco y vigilar el parking de un parque acuático, con lo que levantar del suelo unos pocos centímetros estas colosales maletas me proporciona un placer indescriptible. Mientras estoy allí, siento que la barba me crece más deprisa y percibo un súbito interés en conocer los caballos de potencia que tiene mi coche. I am a man.

A la una se para para comer. Llevamos horas tocando tierra, ramas, maquinaria variada y frutos venenosos, pero allí nadie se lava las manos ni amaga con intentarlo. Igual es también por la paloma muerta en el depósito (jaja). Los miembros del equipo tragan y hablan al mismo tiempo, ríen a carcajadas lanzando trozos de pan de sus bocas. Llegan aquí los primeros eructos del día. Probablemente estén hablando de tías en pelotas o camiones muy rápidos. Por supuesto, me uno puntualmente a sus risas aunque no entienda ni una sílaba de lo que dicen. Soy uno de ellos al fin y al cabo.

Después del bocata me hago un cigarrillo de liar, sin filtro, por supuesto, como ellos. Normalmente tardo cinco caladas en marearme, esta vez solo me cuesta dos. Finjo como un cobarde, aunque mis pupilas dilatadas al extremo me delatan.

La tarde transcurre aproximadamente en los mismos términos. Comparto ahora la Junheinrich con un granjero que se parece a un Bjorn Borg con un dentista muy malo. De cuando en cuando, alguno de los hombres que vacían la tierra sobre el remolque me grita algo señalando a un granero cercano. Estos gritos suelen ser algo parecido a "een shlutje!" o "de slaventjkare!" o "het verschrijkelijk!". Yo siempre les traigo una pala y allí no se queja nadie.

Al terminar la jornada de trabajo, regresamos a casa habiendo vaciado únicamente la tercera parte del invernadero de los cojones. No voy a volver por allí jamás, así que me siento satisfecho y aliviado al mismo tiempo. Me devuelven a casa en la furgoneta y me despido de Eric y Johann con un vigoroso y viril apretón de manos.

El nuevo hombre en el que me he convertido abre la puerta con brazos, piernas y espalda doloridos. Me ducho con un champú olor a frutas y me hago un plato de pasta con salmón. Después de cenar me tomo una birruki con aroma de frambuesa. Antes de acostarme leo un capítulo de una novela de Melissa P. y veo un episodio de Modern Family. Fijo que cualquiera de mis compañeros de trabajo de hoy está haciendo algo muy muy parecido a esto. Fijísimo.

2 comments:

Official blogger said...

Mis felicitaciones machote!!

Muy bueno, me he reído a carcajada, me hacía falta! jaja.

Iban said...

Me uno a las felicitaciones de tu hermana!!

Ciertamente es un post muy BUENO!! ;)